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El universo de Mamaquinte:
una historia para leer hasta dónde y como tú quieras, el final tú lo decides

Había llegado el momento de partir, la jornada académica había terminado. Salí del salón de clase y caminé por el pequeño patio de la escuela junto con los estudiantes, entre risas y tumultos. Subí por la escalera a la sala de profesores a recoger el morral, bajé y unos compañeros me esperaban para subir hasta la vía principal a tomar el transporte. La tarde estaba fría, una brisa helada golpeaba suavemente. Llegamos y por fortuna la buseta pasó rápido y con puestos, así que logramos sentarnos, iba al lado de la ventana viendo pasar los cerros y las casas, golpeaba suavemente el vidrio de la ventana y a lo lejos el sonido de tambores y canto me llamaban.

Era el momento de buscar otro rumbo y empezar una aventura que tenía un punto de partida y de llegada pero desconocía el final. El sol del mediodía paseaba su vestido de febrero y decidí ir a despedirme de doña Helena, la mamá de Ariel:

—Javier, no olvides ir a despedirte de tu abuela. Ayer hablé con Layne y me dijo que ellas no sabían que te ibas para Bogotá.

Era cierto, nadie de mi familia lo sabía y hasta ese momento no había pensado en despedirme de mi abuela. Las despedidas me parecen demasiado tristes y yo tengo el alma de un ermitaño sin espacio.

Llegué a la casa de mi abuela, es grande y alta parece una iglesia, Los pueblos de la costa son muy calurosos y por esa razón las casas eran altas y permanecían con las puertas abiertas para que entrara la brisa, así que no era necesario tocar la puerta o algún timbre, los visitantes, sobre todo los extraños, saludan desde la puerta con voz fuerte. Yo, como no era un extraño seguí por la sala y en la cocina estaba ella, con su vestido blanco y florecitas negras, con un delantal, lavando los platos del almuerzo.

—Buenas tardes Mamaquinte —le dije. No le gustaba que le dijéramos abuela.

—Buenas tardes hijo —me respondió. Y continuó:

—Me dijeron que te vas pa’ Bogotá. Ella ya lo sabía.

—Sí Mamaquinte, me voy a trabajar y a estudiar, viajo esta noche y vine a despedirme.

—Yo pensé que no ibas a venir a despedirte.

Luego de decir eso en tono seco, me acercó a su regazo y me abrazó, la abracé y mi abuela, que había enterrado a sus padres, sus hermanos, su esposo, tres de sus once hijos y dos nietos, y a la que había visto junto a los féretros sin derramar una lágrima, dejó caer en un viaje de sus ojos al piso dos lágrimas que recorrieron sus mejillas como un riachuelo. La miré y quedé sorprendido, jamás había imaginado que ella me amara tanto. La apreté fuerte contra mí y olí sus canas que me llevaron a diciembres anteriores donde ella bailaba con cada uno de sus hijos y sus nietos una cumbiamba de vida.

Ya se escuchaban los sonidos de los juegos pirotécnicos, la música a todo timbal, la gente iba de un lado a otro, los niños vestían con ropa nueva.

—Lino ya son las diez, mi abuela nos espera para que vayamos a la misa de las once —me dijo mi hermana.

Salimos y la noche estaba alegre, era navidad. Recorrimos las seis cuadras de distancia, cuando llegamos mi abuela se estaba bañando, se oía el sonido del agua en la ducha, mi hermana se acercó al baño y le preguntó:

—¿Mamaquinte es usted?

—Sí hija ya salgo —respondió.

Pocos minutos después salió y entró a su cuarto, yo esperaba sentado en la puerta de la calle viendo pasar mujeres con caderas de magia, cabellos de sueño, sonrisas de trinitarias, borrachos que se adelantaron a la celebración y cuanto tipo de personas desfilaban por la calle Ocho.

Pasaba el tiempo y mi abuela no salía. Le dije a mi hermana:

—¡Carajo, mi abuela sí se demora!

A lo que ella, con ese gesto característico de las mujeres costeñas que echan los labios hacia el frente y los arrugan, me dijo:

—Ujummm déjala que se está poniendo hermosa, cuál es el afán.

La puerta se abrió y ahí estaba Quintina Moreno, con sus uno cincuenta y cinco de estatura, su piel blanca, sus cabellos grisáceos, con un vestido color lila con dibujos de picaflores blancos, unos zapatos negros brillantes, candongas de oro que le colgaban de las orejas y una cadena de oro en la mano.

—Fanny, colocame esta cadena —le dijo a mi hermana. Ya estaba lista y nos dijo:

—Bueno, ahora sí vámonos —La miré y le dije:

—Mamaquinte, pero usted se puso fue hermosa —Y me respondió:

—Una no sabe qué hombre le esté echando el ojo a una —sonreí y me dije a mí mismo: vea pues, a sus setenta años y mi abuela aún espera seguir conquistando corazones y yo ya estaba a punto de darme por vencido en cuestiones de conquistar a una mujer, de perderme en los brazos y los abrazos infinitos de la mujer soñada.

El abrazo pareció durar lo que dura la eternidad, si es que la eternidad tiene duración. Mi abuela me echó la bendición,

—Ahora no es que te vayas a casar con una cachaca —me dijo.

—Tranquila Mamaquinte, yo voy es a estudiar y a trabajar —le respondí.

Ella tenía una imagen negativa de los cachacos, desde que a su hijo menor un cachaco lo había matado en un baile porque sacó a bailar a la muchacha que había con él. Yo no había nacido cuando eso, pero sí recuerdo y luego mi madre me contó que desde ese momento mi abuela vestía en tonos blancos, grises, lila, negro. Por eso, si algún familiar o amigo moría, ella no se preocupaba por lo que se iba a poner. Me acompañó hasta la puerta, mientras salía observé la foto a blanco y negro donde está ella y mi abuelo.

Estaba con ella en la puerta cuando  me dijo:

—Mañana voy a hacer unas almojábanas, vení pa’ que me ayudes a moler el maíz.

Al día siguiente llegué y ella ya tenía el molino puesto.

—Buenos días Mamaquinte —le dije.

—Buenos días hijo, ¿cómo amanecieron por allá?

—Bien, gracias a Dios —le respondí.

Sacó el maíz, el queso y la panela, empecé a molerlo junto con mi primo Hattien, nos turnábamos la molida; me mandó a traer la leche que estaba en la nevera, ella no iba para no quitarnos el ojo de encima y cuidar que no nos comiéramos el queso y la panela. Cuando terminamos, cogió la masa que tenía un tono ocre claro y le agregó la leche y empezó a amasarla, al lado tenía las hojas de bijao para envolverlas.

Podíamos percibir el olor fresco de la masa y yo veía las manos ya ancianas pero suaves de ella acariciar la masa; la imaginé acariciando a mi abuelo, perdiéndose en el sudor del sexo, agotándose en el dolor de parir once hijos. Mi abuela no le regaló dulces, ni chocolates al viejo Peyaye, mi abuela, le regaló sancocho de bocachico, sancocho de hueso de vaca y de marrano, sopa de pata, arroz de fideo, patacón de plátano verde. Mi abuelo tampoco fue tierno, no le regaló a mi abuela esos muñecos de peluche con mirada de pendejo que hacen creer que el amor emboba, no, él le regaló once hijos para que cuando ya no estuviera, mi abuela no se quedara mirando la alcoba llena peluches en medio de una soledad aburrida y silenciosa, sino acompañada de once hijos, veintinueve nietos, doce bisnietos y cuatro tataranietos. Las almojábanas ya estaban listas, olían deliciosas, mi abuela sacó una y nos dio a probar.

—Vayan a bañarse para que me acompañen a venderlas —nos dijo.

Mi primo y yo seguimos sus instrucciones, la venta fue un éxito.

Regresamos después de varias horas, mi abuela había dejado unas almojábanas, dejamos las dos ollas en la cocina, las sacó y nos dijo: Vamos al patio a comernos las nuestras.

Sirvió aguapanela de canela que hacía todas las tardes para comer con rosquetes, nos sentamos en las sillas y ella empezó a hablar.

—Lino, ayer fui a visitar a Remigia ya está bastante enferma, ¡la vieras! ya no se levanta de la cama, tuve que acercarme a su cara para oír lo que me decía. Cómo pasa el tiempo, qué hace que compartíamos la sal, el arroz, el aceite, la leche, lo único que no compartimos fue a los maridos —y en ese momento dejó salir una sonrisa pícara.

Se levantó a recoger un mango que acababa de caer y se sentó.

—¿Te acuerdas de la niña Gloria la que vendía pescao? Hace rato que no la veo.

La niña Gloria no era tan niña, tenía los mismos setenta y siete años de mi abuela, pero las dos siempre se saludaban como niña Gloria y niña Quinti. Era de piel negra, tostada, menuda, amable. La señora Remigia sí era alta, delgada, cuando joven debió ser hermosa porque sus ochenta años no habían podido poner fin a su belleza. Lo extraño es que mi abuela me dijera que la había ido a visitar el día anterior, si ella había muerto hacía tres años. Cayó otro mango y se levantó a recogerlo y se sentó y continuó hablando, empezaron a caer mangos y ella a levantarse, recogerlos y sentarse. Le dije:

—Mamaquinte, ¿por qué no espera que dejen de caer y los recogemos todos de una y no uno por uno?

—¡Dejame que yo sé lo que hago, ustedes los jóvenes solo quieren es estar sentados, carajo! —dijo.

 Al verla en su ir y venir comprendí que moverse a su edad es sentirse vivo y la quietud es una señal de que la muerte está cerca. Mi abuela se movía para jugar, “a que no me coges, con la muerte.”

Los sonidos de los tambores se hacían más fuerte, salí de la casa a la calle mientras mi abuela me deseaba buen viaje y que no me olvidara de la familia, como hacían todos los que se habían ido. Le dije: yo la llamaré Mamaquinte, no se preocupe. Antes de llegar a la esquina donde tenía que doblar miré hacia atrás, ella seguía en la puerta viendo cómo me alejaba y yo, veía cómo su cuerpo y su vestido blanco con florecitas negras se desvanecía, desapareciendo lentamente.

La buseta cogió un hueco en la carrera Décima, abrí los ojos y los negocios ya estaban cerrando, en ese momento sonó el celular.

—Aló —respondí.

Al otro lado una voz serena, pero con un tono triste me dijo:

—Primo, acaba de morir Mamaquinte.

Sentí lo que siente un árbol cuando empiezan a cortarle sus raíces; algo presionó mi pecho, era su abrazo, el mismo que me había dado trece años atrás, pero esta vez, la que partía era ella y quien dejaba caer dos lágrimas, era yo.

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2 comentarios en «El universo de Mamaquinte»

  1. Javier, tu relato sabe a lo que yo llamaría ‘nostalgia de abuelas ajenas’. Dejé caer mis lágrimas. Un emocionante relato que habla mucho de la historia que una lleva dentro y que eterniza en palabras, como ya lo hemos hablado. Te felicito

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