Oh Kamaajuro, dios de la naturaleza, con el respeto que merecen nuestros ancestros, permite a nuestros botánicos explorar tus bosques, que entren en contacto contigo, dales tus beneficios, guíalos y que sea tu voluntad. Fuerza, fuerza.
Era la oración que susurraba Manuel, un humilde campesino mokaná, a una de las deidades de sus antepasados. Lo hacía con la vista al suelo, confiado en el poder que el ser superior le había otorgado a su gente para aprovecharse de la tierra durante más de doce mil años; primero, como los habitantes originarios y guerreros de la región, y ahora, como campesinos mestizos que aún conservaban una pequeña parte de esa identidad indígena.
Luego de terminar su plegaria, observa todo lo que hay a su alrededor: la gran extensión de su parcela donde trabaja diariamente cultivando la yuca que arrancará de la tierra dentro de pocas semanas, el sobrevuelo de los pájaros señalando el inicio del atardecer, de lejos una manada de zainos que caminan tranquilamente por los linderos del campo, el sonido de los micos y cerca de él, una tortuga desplazándose lentamente hacia un árbol de malambo que se impone al lado de las cercas del terreno. Si fueran otras circunstancias, se llevaría al pequeño reptil a su casa para criarlo por ser el tótem de su clan, pero su mente está enfocada en otro asunto.
Estaba preocupado por su esposa Diana, temía que se pudiera enfermar por la gran peste que estaba asolando al mundo y ya había llegado a su pueblo natal, Caracolí, la cuna de los ceramistas mokaná, aunque Manuel solo se dedicaba a la agricultura.
Como ya oscurecía, recoge su machete para regresar a su humilde vivienda de barro y eternit donde lo esperaba su mujer con la cena, pero cambia de opinión y decide visitar antes a su amigo Lorenzo, el botánico, a quienes todos los habitantes del pueblo acudían en busca de ayuda para enfrentarse a la gran peste. Al llegar a la casa del guardián de las plantas, este lo saluda asintiendo con el mentón para evitar darse las manos y sabiendo lo que va a preguntar:
—He explorado bajo la sombra espesa de los montes de Caracolí buscando las plantas con bondades medicinales que son ideales para el remedio contra la peste, tengo el eucalipto y el orégano, pero falta una para completar el ritual de armonización del aire. Es un árbol, pero no sé cuál puede ser; con ese remedio, los viejos sobrevivieron a la gripe española hace cien años, pero no se registró su nombre y ese conocimiento se lo llevaron a la tumba.
— ¿No sé puede hacer el ritual con solo esas dos? Mucha gente se está enfermando y muriendo. Mi esposa no puede salir de casa por miedo a contagiarse, a mí me toca ir al campo porque debo ganarme el pan, pero me preocupa que estando por fuera me toque la gran peste, la lleve a la casa y termine afectando a Diana.
—Las plantas tienen mucho poder, tú lo sabes, pero es necesario averiguar cuál sirve, nuestros ancestros nos dejaron una gran parte de su sabiduría y eso hay que valorarlo. La maleza está llena de tesoros, hay que hablarle a cada planta. Necesitamos una señal de Hu o de cualquiera porque un error puede traer efectos secundarios. Cuando encuentre la planta que hace falta, avisaré a todo el pueblo.
El campesino, después de escuchar estas palabras, se despide de Lorenzo y se dirige a su rancho preocupado. Caracolí fue un asentamiento de la tribu de los Mokaná, la mayoría de sus pobladores eran descendientes de ellos y habían heredado el conocimiento sobre los usos y las propiedades de doscientas plantas, para él era inaceptable no poder encontrar la planta faltante para el remedio de la peste que amenazaba sus vidas.
Al llegar a casa, conversa con su esposa Diana sobre lo que le dijo el botánico. Ella trata de tranquilizarlo:
—Manuel, debemos tener fe en la naturaleza, muy pronto ella deberá señalarle a Lorenzo o a cualquiera de nosotros, la planta que hace falta. Mira, la vecina, quien vino de La Guajira, me dijo que los Wayuu hicieron rituales, bailes y medicinas; a ellos les avisaron en sueños que realizaran todo eso y al parecer están sobreviviendo a la enfermedad.
—Mi vida, los Wayuu llevan siglos viviendo en esos desiertos, a nosotros nos tocó de cerquita la llegada de los españoles, dejamos que se acabara nuestra cultura y por eso los dioses de los antepasados nos están castigando, solo nos queda un poquito de lo que aprendimos de nuestros viejos; en cambio, los de La Guajira tienen lengua nativa, el palabrero, las artesanías, los clanes, nosotros una pequeña parte de algo que fuimos. No somos como ellos.
—No puedes decir que se acabó la cultura, nuestros antepasados nos dejaron la alfarería; aunque trabajes en otra cosa, en todo Caracolí todavía se pueden encontrar ollas de los ancestros y aun las hacemos y vivimos con eso. Somos católicos, pero veneramos a Hu, Kamaajoru y Guacaribana. Hacemos parte del clan de la tortuga.
— ¿Tortuga? —pregunta sorprendido Manuel, acordándose de lo que vio en la tarde cuando estaba en su parcela.
— Sí, los viejos respetaban a la tortuga. Es nuestro tótem, como lo son el pez para los hermanos de Galapa y el sapo para los de Puerto Colombia, es el animal que nos protege.
— Mi vida, me acabo de dar cuenta que hoy recibí una señal de nuestro animal protector, ya sé lo que se necesita para completar el remedio y hacer el ritual. Voy a salir, debo volver a hablar con Lorenzo.
El hombre sale de su rancho con una gran sonrisa en sus labios, su cara de preocupación había desaparecido.