Había una vez un pipiolo de sueños ingentes. Tan grandes que casi no cabían ya en su cabeza alterada. Soñaba con pilotar un caza y surcar el cielo sin rumbo, ni destino.

El cielo era su tierra y la tierra su suplicio. Miraba a la bóveda celeste como el sediento ansia el agua. Cielo de color azul profundo y nítido sin ninguna mancha gris, tiempo despejado, anaranjado de luz tenue al anochecer, una importante tormenta se avecinaba. El cielo era un libro abierto para él. Aún así los amaneceres y anocheceres enrojecidos de color púrpura le aterrorizaban, no por las lluvias o tormentas que predecían sino por el hecho de que si el sol se alzaba rojo, se había vertido sangre de noche o de día, de nuevo.

Durante los largos períodos en los que perdía la audición debido a los estruendos, el olor de tierra polvorienta, sustancias químicas y de sangre fresca calaba en su cuerpo escuálido de barriga hinchada y causaba el brote de sustancia pegajosa de color terroso y hojas otoñales que se empeñaba en salir por todas las oquedades de su cara quemada y ya de por vida marcada.

Temía que aquel día el cielo amanecería violeta de nuevo, y así fue. Temía que otro día más sería incapaz de oír la naturaleza que le rodeaba, y así fue. Temía que los cazas pasarían nuevamente en un santiamén sin dejarle observarlos en detalle, y así fue. Pero hoy volarían bajo, tan bajo como el día en que sus padres volaron mágicamente por los aires y él tuvo que comenzar su divagar, por aquellas tierras malditas, en solitario. Ansiaba tanto volar y tocar el cielo que no lo pensó dos veces, corrió con las pocas fuerzas que le quedaban para abrazar aquel misil regalado por el caza gris que acababa de sobrevolar su cabeza. Voló.