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EL PROFESOR DE TERCERO

Luis CampoELíaz

La mejor noticia de 1992, me la daba Eduardito, mi mejor amigo de infancia, antes del tedioso inicio de clases, el último día de las vacaciones escolares cuando me contaba en la banca de la tienda El Cacique, que el profesor asignado al tercer grado sería el docente con mayor carisma del colegio Paulo Sexto.

—Lucho, —me decía—, el profesor Emiro va a ser nuestro director de grupo.

—Ajá, ¿y tú por qué sabes eso? —le preguntaba con un gesto de incredulidad que camuflaba mi alegría.

—Porque el sábado pasado, el profe se encontró con la seño Janeth en la colmena de mi papá y yo le escuché decir que le habían dado el tercer año.

—¡No te creo! —respondí.

Y corriendo, entonces, media cuadra hasta la calle 17 con carrera 6, llegamos a comprobar la veracidad de la noticia que me daba el amigo de niñez. Desde el infranqueable protector de acero de la puerta de su casa lo vimos. Allí estaba él, de barba perfectamente pulida, silente en el asiento de un viejo escritorio gris donde entre arrumes de libros terminaba a mano el diligenciamiento de planillas y papeles.

—Profe, verdad que usted va ser el director de grupo de nosotros este año, ¿cierto que sí? —le espetamos al unísono desde el enrejado, olvidando el ceremonial saludo de las horas.

—¡No! Ustedes son muy maleducados —respondió tajantemente, con una leve sonrisa que marcaba sus mejillas, mirando con el rabillo del ojo nuestro gesto de desencanto.

Esa tarde pasó, de forma abrupta, a ser la más triste del receso escolar. El anhelo más deseado por un par de niños se había esfumado repentinamente como el mes de diciembre, que con su insistente brisa siempre afana a los días para cederle un amplio espacio a la llegada del largo enero.

El primer lunes de clases, los dieciocho alumnos del grado tercero estábamos dispuestos en dos hileras entre los demás estudiantes de la primaria, a la sombra de un frondoso árbol de mamón, perfectamente distanciados el uno del otro, impecablemente vestidos y lustrados, recibiendo las palabras de bienvenida que el rector del colegio, Luis Germán García, nos daba.

El rumor en la fila era que el profesor Emiro tendría asignado al cuarto grado, lo que dibujaba un descomunal desencanto en nuestras caras.

—Mónica, ¿el profe Emiro le va a dar clases a tu hermana? —pregunté a una amiga para disipar la duda que no me había dejado dormir la noche anterior y que esa mañana se esparcía entre todos los estudiantes de tercero.

—Sí. Eso me dijo ella, en el desayuno.

—Eduardito, el profe Emiro no va a darnos clases este año. —Le susurré al oído a mi amigo con la voz resignada de la derrota.

Quedó callado. Su mirada delataba una honda tristeza porque, tanto él como yo, aún guardábamos la esperanza que aquel docente fuera nuestro director de grupo.

—Grado primero, su profesora es la señorita Wendy Castillo —anunciaba el rector y dándole paso con sus manos invitaba a la docente a ir por los alumnos y dirigirse al salón de clases.

—Niños de segundo, su directora es la profesora Isabel Ariza —informaba ahora el profesor García y con su venia, la maestra iba hasta el frente de ellos y en trencito los guiaba al aula.

—Profesor Emiro Martínez, vaya con los muchachos de tercero y los lleva al salón grande —indicaba García.

El momento fue único, todos nos vimos las caras y entre aplausos nos fuimos presurosos al curso asignado.

—Viste Lucho, ayer no me creías —me decía Eduardito, ahora, con su rostro desbordante en felicidad.

Ciertamente todos estábamos alegres, desde el año anterior queríamos que el profesor Emiro tomara la dirección de grado. Era un verdadero deseo presente en cada estudiante del colegio, un auténtico privilegio que solo nosotros, ese año, tendríamos.

Las clases de español eran las preferidas de muchos. El profesor diariamente nos leía cuentos del PBI, texto guía, impostando o engolando la voz, asumiendo el rol del personaje, haciendo muy amena la lectura y manteniéndonos concentrados seguíamos cada historia que él narraba. Repentinamente, sin avisar, interrumpía para asignar de inmediato a algún estudiante que continuara en donde había pausado y comprobar así, si le seguíamos en el relato. Luego mandaba a sacar los cuadernos para tomar dictado, poniendo al menos dos o tres palabras de difícil escritura, —sobre todo esas que llevan una inexplicable hache, encubierta equis o inusual tilde.

Era metódico, felicitaba en grupo, regañaba en privado y tenía la paciencia de la gota de agua que roe la dura roca del lecho de la cascada cuando alguno no entendía un tema complejo.

—Profe, no sé hacer el resumen —le dije cualquier mañana en voz baja, llevando una actividad inconclusa a su escritorio.

El profesor Emiro se levantó de su silla, dio un paseo entre los pupitres y con sumo sigilo y mirada veloz se percató que todas las hojas de los cuadernos estaban en blanco.

—Niños, ¿quién no ha entendido la clase? —preguntó, solo por diplomacia.

No hubo necesidad de musitar palabra alguna, nuestras miradas delataban la respuesta que él ya sospechaba.

Tomó las tizas de colores y explicando de tres formas diferentes en el verdor rectangular del tablero se deshizo en cuanto mapa conceptual pudo. Fue imposible, ese día los astros se habían confabulado y nuestros cerebros se negaban a comprender lo que el maestro intentaba enseñarnos.

—Lenin, ¿Qué viste en la televisión el lunes festivo? —preguntó, como último recurso, ante los intentos fallidos.

—Profe, me vi a Pinocho y dos capítulos de Simbad el Marino —respondió el alumno.

—Por favor, nos puedes contar Pinocho —solicitaba el maestro, invitándolo a narrar en voz alta la película que había visto el fin de semana.

—¿Qué les pareció? —indagó el docente, al finalizar el estudiante.

—Profe, pero faltan muchas cosas —dijimos, en la emoción que nos hacía aflorar la historia de la marioneta de Gepetto.

—¿Como cuáles? —volvía a preguntar.

En la pasión del momento alcanzamos a expresar más de una veintena de particularidades que había obviado el compañero relator.

—Esos detalles no son importantes. Lenin ha contado lo más relevante de la película —expresó—. Nos ha hecho un resumen de Pinocho. —finalizó el docente.

No tuvo que volver a explicar. Todos, absolutamente todos, nos pusimos manos a la obra y entregamos la tarea que él había asignado ese día.

Aunque la disciplina que impartía el profesor Emiro era estricta, sistémica y persuasiva, no recuerdo haberlo visto castigando las manos de algún travieso con reglas, como era la usanza por aquellos años. —Creo que nunca estuvo de acuerdo con el rector García, quien no perdía oportunidad para corregir con la fiereza de una tabla de madera desavenencias conductuales en los muchachos. Eran estilos y él tenía el suyo—. Yo lo comprobé el día, que ante una salida imprevista del maestro para cerciorarse de un accidente que había sufrido su hija en un grado vecino, nos dejó en el aula en la soledad cómplice y mala consejera de pilatunas. Cuando volvió, encontró una parafernalia donde volaban lápices, borradores, bolas de papel y una que otra cartuchera al ventilador del techo. El castigo fue ejemplarizante, doscientas veces en el cuaderno de control «no debo hacer desorden en el salón de clases».

—Ahora hago la jugadita que hace Juana en el colegio La Inmaculada —decía en mi pensamiento, elucubrando una patraña que me facilitaría terminar rápidamente con las repeticiones impuestas como penitencia, pero fui descubierto en el intento. En el afán de entregar e irme a casa antes que mis compañeros, dejé encima del pupitre los dos lápices pegados con cinta, los cuales me habían servido como aparato del fraude que acababa de cometer.

—Profe, ya terminé —dije muy orondo, causando asombro al docente por mi inusitada rapidez.

Pero el profesor, también ducho en jugarretas de niño, se enfocó fijamente en mi puesto viendo el cuerpo del delito.

—Lucho, ven hasta acá y tráeme los lápices que están encima de tu asiento.

Y con la culpa que evidenciaba mi engaño me fui hasta donde él.

—¡No seas tramposo! —me susurró con la potencia de la ira que afloraba por sus fosas nasales—. Ahora, haces cuatrocientas planas en el cuaderno, —sentenció.

La pena impuesta era cruel, pero había defraudado la confianza del maestro y ahora tocaba cumplir a carta cabal con el castigo que expiaría en alguna medida mi ofensa. Las dos de la tarde me sorprendieron haciendo las líneas reparadoras de mi afrenta.

—Profesor Emiro, voy cerrando el colegio —avisaba el rector García, sin percatarse, aún de mi solitaria presencia en el salón.

—Y Lucho ¿qué hace a esta hora acá?

Alcancé a escuchar la pregunta e instantáneamente el miedo se apoderó de mi corazón, mi cuerpo palidecía, las manos me sudaban y la presión sanguínea de las arterias carótidas querían explotar mi cuello, sabía que si el profesor Emiro delataba mi trampa me llevaría una reprimenda a punta de regla que exorcizaría cualquier demonio de travesura que me tentara durante el resto del año, pero no fue así, el maestro hábilmente mintió y tomándome por la mano me sacó de las fauces de la tablera que amagaba deshacerse en mis palmas.

—La próxima vez te dejo para que te friegue García —me advirtió en el ensimismamiento de mi vergüenza, camino a casa.

Lo verdaderamente mágico en el colegio Paulo Sexto ocurría en las presentaciones durante la clausura de la semana cultural, donde cada grado representaba la temática de una región natural o geográfica de Colombia, previamente asignada, y la desarrollaba a través de muestras gastronómicas y bailes típicos de esa zona del país. Ese año, el profesor Emiro no se acogió a los tradicionales e infalibles bailes del sanjuanero, cumbia caribe o yonna autóctona del departamento de La Guajira, los cuales, en cada evento, se venían repitiendo incesantemente en el entarimado donde se hacían las demostraciones folclóricas. Rompiendo la tradición, el grado tercero, obtuvo licencia e innovó declamando El Brindis del Bohemio, inspirado en la voz gaucha del Indio Duarte. Seis fuimos los escogidos para entonar alternadamente aquellos memorables versos y el resto de compañeros intervenía entre diálogos o haciendo parte de la escenografía y ambientación. Aquello fue una auténtica adaptación teatral de tan majestuosa inspiración, que ni el pánico escénico, que se apoderó de algunos de los artistas borrando de sus memorias las líneas que declamaban, opacó la presentación. El director de grupo, previendo esto, llevaba el compás entre versos y rescatando en dos oportunidades del olvido al actor intervino magistralmente, haciendo las veces de interlocutor o completando las frases con su impostada voz. Nadie se percató que yo repetí el mismo cuarteto en dos oportunidades y que Eduardito y Orlando confundieron las líneas de otro par. Fue tan memorable nuestra intervención que, al finalizar, los acudientes y espectadores, nos dieron un apoteósico aplauso y emocionados, entre gritos y ovaciones, pidieron repetir el acto. Aún recuerdo ese inefable instante, porque hoy, El Brindis del Bohemio, entre la soledad de algunos momentos de copas, repica en el espacio sináptico de mis neuronas, devolviéndome a instancias del pasado donde declamamos una poesía en frente de un público que no se cansó de aclamar a los niños de tercer grado.

Profesor Emiro Antonio Martínez Niño, su disciplina con amor, dedicación altruista y recursividad pedagógica son valores dignos de replicarse en cada docente que hoy toma la orientación de unos escolares, que como Eduardito, Katherine, Lenin, Orlando, Mónica o yo, en el año 1992, solo queríamos tener al mejor docente a nuestro lado y sin duda alguna usted lo era. Hoy también puedo decirle, sin temor a equívocos:

Honores a quien lo merece,

por eso lo enaltezco

como en un apócrifo verso,

jamás declamado por uno de los seis

en la majestad de su brindis bohemio.

¡Gracias infinitas! Entrañable maestro.

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3 comentarios en «El profesor de Tercero»

  1. Los que ejercemos la docencia nos sentimos orgullosos de conocer estudiantes que valoran a sus maestros. Buen homenaje y felicitaciones Luis CampoElias!

  2. Hermoso relato, un reconocimiento a todos los buenos maestros, los que dejan huellas positivas, los que se hacen indispensables, los que para siempre habitan en el recuerdo de niños privilegiados, que hoy son adultos agradecidos.

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