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HERMANOS

Jorge Parodi Quiroga

―Anoche soñé con su hermano ―me dijo el viejo. ―Lo vi pasar por el frente de la casa rumbo a la iglesia, iba bien vestido; lo llamé, se dio media vuelta, me saludó y me dijo que le diera algo de dinero; en ese momento me desperté… ¿Dónde estará mi hijo, ¿cómo estará…?

Estaba conmovido, como sucede siempre que habla acerca del menor de nosotros; su voz, cansada ya por el peso de los años, sonaba frágil y se notaba el esfuerzo que hacía para no llorar.

La verdad, no supe qué decir, nunca he podido encontrar las palabras adecuadas para sostener ese tipo de conversación con mi papá; no alcanzo a imaginarme la cantidad de sentimientos y temores que asaltan su corazón siempre que recuerda al hijo pródigo y evadir o cambiar de tema, es lo único que se me ocurre hacer.

Sin afán se levantó de la silla, lo vi secarse con disimulo una lágrima que intentaba aflorar y lo que dijo mientras se despidió, me transportó a una escena de la infancia, que no se apartó de mi cabeza durante todo ese día.

Tal vez era el año de mil novecientos setenta y cuatro; no fueron días fáciles para la familia, pero los recuerdo con mucho cariño.

Atravesábamos la primera crisis financiera como resultado de la pérdida de un cultivo de arroz. Mi papá venía de una seguidilla de cosechas muy exitosas y ese año decidió duplicar la cantidad de hectáreas de siembra. Eso implicó más inversión, más trabajo, más esperanzas y más riesgos.

EL cultivo marchó bien hasta cuando llegó el tiempo de corte, entonces el cielo se abrió de par en par, la lluvia ahogó todas las esperanzas, los amigos, casi todos, desaparecieron y las afugias, en cambio, hicieron su aparición en escena.

Uno de los pocos amigos que la debacle no le arrebató a mi papá, lo convenció de que, en el patio de nuestra casa, había tesoros escondidos por los indígenas precolombinos; yo estaba sentado a su lado escuchando la conversación y jamás imaginé que mi papá, un racionalista puro, le pudiera dar crédito a semejante cuento.

Para mi sorpresa, a la mañana siguiente nos tenía a todos, los cuatro hermanos y a mi mamá, armados de pico y pala cual escuadrón de arqueólogos.

Seguía con precisión las instrucciones que la noche anterior su amigo había indicado.

Eran siete puntos probables, en donde podrían hallarse las morrocotas y los zarcillos de oro que nos sacarían de la quiebra. La ubicación, el amigo vidente, la determinó usando un método nada ortodoxo: unas tijeras suspendidas por una cuerda a la que amarró; la tijera giraba y cada vez que se detenía, decía con semblante trascendental, era signo inequívoco de que en ese lugar reposaba el valioso guardado.

Las excavaciones comenzaron en una esquina y en pocas horas se habían extendido por todo el patio. Eran siete puntos probables, pero en ninguno se encontró el codiciado tesoro, así que el jefe ordenó abrir cinco más sin ningún resultado; estábamos hambrientos, cansados, sucios, desesperanzados y el patio como si hubiera caído una bomba; al final de la jornada, para no llorar, los seis nos descuajamos en una carcajada que, hasta el día de hoy, retumba en mis recuerdos.

Éramos una familia unida, sólida. Mis dos hermanos menores y yo, compartíamos la misma habitación, los juguetes y hasta la ropa. Mi hermanita menor era una princesita consentida y delicada que corría detrás de nosotros siempre.

Nos enseñaron a vivir contentos con lo que tuviéramos, a respetarnos y a apoyarnos. Los viejos nunca escatimaron esfuerzos en nuestra crianza y nos inculcaron el valor de la familia como el regalo más precioso que una persona pudiera tener.

Con el desencanto por el tesoro que no se dejó encontrar, mi papá, que siempre ha sido estoico en las dificultades y grande en las adversidades, volvió a sus cultivos de arroz; no se amilanó por el fracaso de la temporada anterior y en equipo con mi mamá, regresó a los campos de siembra, esa vez con mejores resultados.

Para compensarnos los sufrimientos de aquel año, en las vacaciones nos regaló un viaje a Bogotá, a visitar a los abuelos maternos. La travesía la hicimos en tren, de ida y vuelta. Fue el último año en que los trenes transportaron pasajeros en Colombia.

El viaje fue alucinante. Mis dos hermanos y yo compartimos dos asientos, enfrente mi mamá llevaba en brazos a mi hermana. La geografía y el clima tan variados de nuestro país, le dieron una nota feliz a nuestro recorrido que duró cerca de cuatro días.

Supongo que, por razones de economía, mi mamá llevaba un equipaje de mano cargado de comida, frutas y jugos. Visitamos muy pocas veces el vagón de comedor, pero durante el viaje no hizo falta nada que comer. Dormíamos recostados unos a otros cuando el cansancio nos vencía, aunque casi siempre estábamos pegados a la ventana mirando el paisaje. Cuando llegamos a las tierras de clima frío, doña Ruth, sacó de su maletín un saco de lana para cada uno, que ella misma tejió.

La estadía en Bogotá no fue tan impactante como los casi ocho días en el tren.

A nuestro regreso, no parábamos de hablar una y otra vez de aquel viaje. Volvimos a la rutina familiar, pero esos y otros tantos recuerdos junto a mis hermanos, se han quedado para siempre grabados en mi corazón.

Irrumpimos a la adolescencia unidos, cariñosos y sujetos a nuestros padres. Éramos una familia sencilla y feliz; mi papá, que es aficionado a la culinaria, siempre nos sorprendía con un nuevo platillo, mi mamá cuidaba con rigor que siempre estuviéramos bien vestidos y que observáramos buenos modales.

Todos los viernes nuestros padres escuchaban música y bailaban en la sala de la casa y nosotros sentados a su alrededor esperábamos ansiosos que sirvieran la mesa, ese día la cena era especial. Los sábados veíamos la televisión acostados en la cama matrimonial y los domingos, indefectiblemente, asistíamos a la iglesia.

Casi sin darnos cuenta nuestro tercer hermano, el hijo del corazón de mis padres, se fue alejando por caminos extraños y dolorosos. La brutalidad con la que la trampa de las drogas lo golpeó, cambió su vida para siempre y la nuestra. Por más de cuarenta años, todos, sobre todo nuestros padres, llevamos una pena infinita y jamás hemos perdido la esperanza de verlo regresar al redil.

Mis hermanos significan mucho para mí. Han sido los verdaderos amigos de la vida, los que han estado en los momentos buenos y en los malos. Hemos sido apoyo unos de otros, como cuando éramos niños. Mi hermana, que es la menor, es como otra mamá, siempre presente, cuidando, sosteniendo. Mi segundo hermano ha sido un apoyo decisivo en cada cosa que hago, pocas personas creen en mí tanto como lo hace él. Es uno de los grandes responsables que haya tomado la decisión de dedicarme a la literatura: Es mi editor y es un genio.

A pesar de que cada uno ha tomado su propio camino, la comunicación es diaria, le hemos acuñado a la familia que formaron don Jorge y doña Ruth, nueve nietos y dos bisnietos, por ahora; vivimos en ciudades distantes, pero procuramos cada fin de año al menos, reunirnos en la casa paterna, es un tiempo especial para nosotros, aunque siempre extrañamos al hermano que no está y su ausencia es una sombra que empaña la alegría de la familia.

Cada fin de año, después de los abrazos y los parabienes, se puede advertir en el rostro de los viejos la tristeza que les produce no tener a todos sus hijos alrededor de la mesa. Presiento que la esperanza de verlo llegar los invade, miran la puerta de entrada a la casa a cada minuto, mientras disimulan con una sonrisa la borrasca que les sacude infame las entrañas.

―Pueda ser que ese sueño signifique que va a venir a visitarnos.

―Este fin de año quisiera que todos mis hijos estuvieran reunidos como cuando eran niños ―dijo y se alejó de mi casa pedaleando sin afán su bicicleta; lo vi desaparecer por la calle y me dolió pensar en la congoja que llevaba a cuestas.

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4 comentarios en «Hermanos»

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