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EL ÚLTIMO TRAGO

Ana Lucía Narváez

La verdad es que ni en esta, ni en ninguna otra Navidad, podrá haber alegría en esta casa —si es que la ha habido alguna vez—.

Luis solo quería comprar más trago; eso fue lo que nos dijo. Él siempre fue un “trago largo” y ya no lo consiguió más. Un par de asaltantes, ladrones de ganado, le salieron al camino. Fue lo que dijeron los “Revelo” a la policía: un disparo en el pecho y otro en la frente bastaron.

Yo, para entonces, estaba muy borracho y lo único que quería era seguir bebiendo. Los disparos se confundieron con cuetes; enseguida ladraron los perros y me quedé dormido.

Por eso, siempre que bebo lo recuerdo, y aunque ya han pasado veinte años, como cada 24 de diciembre le hablo al que, entre las sombras, me escucha y se ríe de mis tonterías.

Dicen que me quedé en el pasado, que ni mi pelo blanco me hace reaccionar por el presente. Lo que no saben es que llevo tiempo sin verme al espejo, tanto que ya no me recuerdo. Mi mente se quedó con la última risa del “viejo Luis”, contando sus historias del ejército, cuando se lo llevaron para el Servicio Militar. Él no quería; mi papá lo obligó, disque para que se “hiciera hombre” al fin.

Sus historias de emboscadas a la guerrilla… Tal vez él, también como “Tirofijo”, se transformó en mata de plátano cuando lo iban a agarrar. Solo que él, a diferencia del guerrillero más viejo del mundo, ya no volvió a andar más.

Lo que sí sé es que hoy, como cada año, esperaré frente al fogón a que aparezca y me dé una palmada en el hombro, regañándome por no haberme robado a Stella.

—¿Y para qué? —le digo yo—. Si vos, mi hermano, no estás, si ya dejaste de existir y ya nada me importa.

De nuevo me regaña:

—Pero vos sí, gran pendejo, y yo también, ¿o es que no me ves cómo salto, bailo y bebo un aguardiente? ¡Celebro la muerte! Mírame, Andrés, ¿no ves que sigo en el mundo de los vivos?

Y de ahí desaparece al quedarme dormido.

Ni a la mañana siguiente ni en ningún otro día, él está presente. Por eso me emborracho para seguir encontrándolo. Porque él, por un trago, se aparece. Él, que siempre fue un “trago largo”, por el que encontró las balas que lo atraparon. Y de mí, que ya nadie se acuerda en esta prisión que me inventé, solo él lo hace: me recuerda y me visita.

No sé por qué nadie lo hace, ni se cruza en la vereda con un fusil propio ni robado y me dispara, para al fin poder abrazar a mi hermano: Luis Alberto Delgado Martínez, el soldado del Batallón Pichincha, el campesino que volvió en una caja larga de madera en la tarde de Navidad. Acá lo velamos y le dimos su aguardiente.

Espérame, Luis, allá voy yo también. Espérame, que me tomo el último trago; está tan bueno que aún no me la quiero poner en la cabeza y dispararme. Espérame, que para ir a buscarte quiero tomar el último trago. Me tocó fue a mí mismo, nadie fue capaz. Todos me tienen miedo; hasta los perros me huyen al pasar.

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