Acababa de abrir mi puesto de venta de fritos esa madrugada cuando aparecieron de las sombras dos motorizados. El copiloto se bajó y, sin siquiera saludar, me golpeó en la cabeza con la cacha de un revólver o pistola, ¡qué sé yo! El mundo empezó a dar vueltas y él aprovechó para requisar mis bolsillos. Encontró mi celular y una billetera vacía, la que arrojó al suelo. Enseguida conocí su voz de loco.
—¡Dame el dinero!
Oí que, a punto de un desmayo, dije:
—Pero, muchacho, apenas acabo de abrir.
—¿Y lo de la venta de ayer dónde está?
—Todo lo invertí en harina.
Con una patada voladora derribó el armatoste que sostenía el caldero y gran parte del aceite me cayó encima. Cuando me aprestaba a soltar un alarido recordé que todavía no había encendido la estufa y lo cambié por un:
—Tranquilo, muchacho.
Él parecía estar a punto de explotar.
—¡Qué me des el dinero o te mato, maldito!
Una voz temblorosa salió de mí.
—Ya te lo dije, lo invertí todo, si quieres te llevas la masa —señalé una olla—. Te alcanza para hacer treinta arepas grandes, pero si le echas queso, te pueden salir diez más.
Lo pensó un instante, luego declaró:
—No, mejor no, después me castiga Dios.
Y desaparecieron.
Escritor, ¡felicitaciones! un acontecimiento muy cotidiano en este pedacito de tierra usted supo hacerlo literario con su manera de contarlo. Mi admiración total.