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VUELO

Alicia López Guerrero

No había marcha atrás, la separación entre los dos esposos era definitiva. José Antonio Manchego y Lucrecia Elías, ambos licenciados en Lengua Castellana, tomarían caminos diferentes. José Antonio se iría con su nueva pareja y Lucrecia quedaría en el apartamento de un viejo edificio del centro de la ciudad en el piso 31, apartamento 031, donde habían vivido los últimos diez años.

Para ella, el dolor de la separación penetró en su alma cual daga que traspasa un corazón. José Ignacio, su hijo de tan sólo nueve años, era el único consuelo que le había quedado de su matrimonio. Trató por todos los medios de aferrarse a él, para no pensar en su infiel ex esposo y mantenerlo fuera de su atribulada mente.

El comportamiento y semblante de Lucrecia cambió y poco a poco abandonó las clases que daba en una localidad cerca a su domicilio. Ya no le importaba nada, no tomaba los rayos del sol que diariamente recibía con su pequeño hijo, quien insistía a su mamá para que bajasen al parque a jugar con sus juguetes de playa, la que nunca había conocido, pero que le fascinaba ver en las películas de tiburones.

— ¡Mamá, mamá bajemos al parque! —insistía el infante.

—No te preocupes amor, más tarde bajamos.

—Pero mamá, no mientas, siempre prometes lo mismo y no cumples —rezongaba entre pataletas el pequeño, a quien el claustro le estaba afectando.

Ya el pigmento de su piel se estaba tornando en un pálido intenso y el encierro lo volvió hiperactivo y algo agresivo, mientras que Lucrecia se la pasaba casi todo el día dormida por los efectos de los sedantes que tomaba para no sentir la pena y el dolor que le había causado la terminación de su matrimonio.

Esa, esa maldita mujer me lo robó ¿Por qué Dios mío? Así pensaba ella con dolor y amargura cuando tenía momentos de lucidez. Su deterioro mental era cada vez más evidente, al tal punto de abandonar por completo la atención de su hijo.

José Antonio seguía de vacaciones con su amante en una pequeña isla del caribe, gozando a plenitud de su romance. Pronto se olvidó por completo de su anterior familia, de aquellos dos seres que dejó con el corazón y el alma destrozada. Entre tanto Lucrecia se hundía cada día en un mar de lágrimas, amarguras, culpas y abandono.

La situación de José Ignacio era la que más dolor causaba. Veía siempre a su mamá dormida con un frasco de pastillas al lado.

Una tarde Lucrecia salió de la habitación y abrazó a su pequeño hijo proponiéndole un juego.

—Pero mamá, tengo hambre —le decía el pequeñín.

— Sí, sí pero el juego que te voy a proponer se trata de eso —comenzó la madre a explicarle al niño.

—Ven, vamos al balcón, aprovechemos los últimos rayos de sol que nos quedan.

— ¡Sí, qué chévere mamá! ¡Veremos los últimos rayos de sol, yupi, yupi!

—Sí, cielo, veremos los últimos rayos que quedan del sol.

—Pero, ¿sabes, amor? —insistió la madre, —el juego que te propongo es vendarte los ojos y desde este balcón imaginarnos volar como aves hacia el infinito.

—Bueno mamita, comencemos ya, ¡Quiero volar como las aves al infinito!

Lucrecia de su cabeza desató una pañoleta verde vendando los ojos de su pequeño. Con las pocas fuerzas que le quedaban, cargó a su pequeño al que montó en la baranda de concreto.

Sin pensarlo más, Lucrecia lanzó al vacío a su inocente criatura y luego lo hizo ella, como ave en su primer vuelo que fuera liberada de su jaula, su prisión, para encontrarse con el cuerpo inerte de su criatura; juntos volaron a la inmensidad sin retorno.

En las noticias del medio día titularon:

Mujer se lanzó con su pequeño hijo del piso 31 de un viejo edificio del centro de la ciudad. Aún se desconocen las causas, las autoridades están investigando el macabro suceso.

Pasó un poco más de un mes cuando José Antonio volvió a la realidad de la gran y fría ciudad. Hizo varias llamadas para saber del hijo que había abandonado junto a la madre; insistió por teléfono sin éxito alguno.  La misma situación se repitió por varios días, así que decidió ir donde alguna vez vivió con su hijo.

Cuando entró a la portería, el guarda y el administrador del edificio lo miraron con una tristeza inexplicable. Al llegar al apartamento, se escucharon unos pasos, una risita picaresca y la voz de una madre que decía:

—José Ignacio, ven por tu comida.

—No, no mamá, no quiero; Mamita, llegó papá, él sí me dará mis dulces, jijiji.

Un repentino viento helado llevó hasta los pies del hombre una vieja hoja de un periódico. La sangre se le congeló cuando leyó la noticia:

Madre se lanzó con su pequeño hijo de nueve años de edad del piso 31 del apartamento 031 del centro de la ciudad.

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6 comentarios en «Vuelo»

  1. Trágica historia.
    Muchas personas crean lazos de dependencia hacia otras. Y en ocasiones terminan no de la mejor manera.
    Felicitaciones, Alicia.
    Bien llevado eso que pudo haber detrás de la noticia.

Responder a Soledad castellanos EscobarCancelar respuesta