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EL ÁNGEL QUE LLORA CON EL PEO DE UNA MARIPOSA

Javier Quiñonez Quiroz

A Moni, en Santa Marta.

Sintió el frío al lado izquierdo y una voz seca en su oído derecho: no se meta en problema si valora su vida. Volteó el rostro y la oscuridad se apoderó del tiempo.

Me desperté y al asomarme por el ventanal sentí el tibio calor de la mañana, el olor del mar y la voz de la brisa. Un barco a lo lejos parece inmóvil. Un niño de piel trigueña, setenta centímetros de estatura, cabello ensortijado, ojos de tierra y mirada de cielo, ingresó por la puerta. Bajé hasta la sala para desayunar y apenas estaba en el comedor, ella, con su voz de rumor marino y pasos de mujer de la sabana, se acercó y me preguntó:

—¿Cómo amaneciste?

—Bien gracias —le respondí, mientras miraba los platos en el comedor, los artículos y chécheres que adornaban la sala, un gato regordete que es su gran compañía descansando su peso sobre el piso frío.

—Hoy vas a desayunar cayeye, eso te va a gustar —continuó diciendo.

Para los que nacimos en la costa ese tipo de comidas nos gustan, sin embargo, para los foráneos, es posible que no.

Mientras nos servían el desayuno, empecé a hablar con ella y me contó algunas cosas de su vida. Del amor por la arquitectura que la llevó a construir la casa donde estábamos y que es un hospedaje para turistas. En sus ojos se observaba el calor de una madre, en su mirada el abrazo de las tardes. Me habló de sus hijos que ya habían empezado a hacer sus vidas y vivían lejos de casa, de sus amores y desamores.

Dejó de hablar en el momento que servían el desayuno.

—Bueno ahí está la porción de fruta, el café y el cayeye, échale el suero costeño y verás lo sabroso —dijo con ese acento propio del caribe.

Continuó hablando y me contó que había dedicado su vida también a hacer trabajo social con niños de barrios vulnerables. A ellos los llevaba a jugar beisbol y hacían aseo al parque o al estadio donde entrenaban. Les buscaba zapatos porque los que tenían estaban rotos, alimentos, ropa y lo que ellos y sus padres necesitaban, en la mayoría trabajadores informales con sus ingresos no alcanzaban a darles.

En ese instante su rostro reflejó la cara de la impotencia ante la inequidad, sabía que su trabajo era un pequeño, demasiado pequeño grano de arena, que solo apaciguaba la necesidad de sus niños. Pero ese trabajo también le generó problemas, cuestionaba al director de Indeportes porque alquilaba o prestaba el escenario y lo dejaban sucio. Un día Carlito, uno de sus niños, cuando corría de base en base, volando con sus sueños de beisbolista por el roto de sus zapatos, escuchando los gritos de sus compañeritos y de ella y se arrojaba para anotar una carrera se cortó con el filo de una botella de cerveza que habían dejado de la fiesta realizada en el estadio de beisbol unos días antes. Es absurdo que eso pase, pero en este país del sagrado corazón de Jesús, amar a los demás como lo planteó el mesías, es un delito que se juzga con balas y se condena con sangre.

Una lágrima se resiste a salir y ella, con una sonrisa de niña, de aquella niña que jugaba vóleibol y que por una lesión en la rodilla tuvo que dejar. Dice: Ya estoy en esa edad donde lloro hasta con el peo de una mariposa.

Por las amenazas tuvo que dejar de ayudar como lo estaba haciendo, y en medio de todo lo que me contó en esos veinte minutos de desayuno, también me dejó un mensaje: Nosotros criticamos a los que piden limosna, los que andan vendiendo cositas en la calle, pero no sabemos a cuántos niños tengan que llevarle de comer, a cuántos tengan que comprarle unos zapatos, las necesidades que hay en sus casas o en los ranchitos donde viven. Los seres humanos tenemos que sobrevivir en esta selva que es el mundo civilizado de los hombres.

La tarde que me despedí de Moni, así le gusta que la llamen, vi la vida que se devela en cada persona, en cada lugar, en cada instante. Me abrazó la vida teniendo como lienzo el mar caribe y una gaviota surcaba el cielo azul con un canto que no escuché.

Todos los días volteo el rostro y con mis manos trato de quitar la oscuridad a la vida, sentir el calor de un abrazo y tener una voz agradable que decir a los que me escuchan, eso lo aprendí del ángel que llora con el peo de una mariposa.

1 comentario en «El ángel que llora con el peo de una mariposa»

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