Saltar al contenido

LA LLEGADA

Luis CampoElíaz

—“…Un moridero de pobres en donde salen lenguas de fogaje ondeantes de las techumbres de zinc de las casas y de la misma tierra si se mira en lontananza. En donde el chisme y la calumnia azotan la dignidad de las personas más que el calor canicular que asfixia el ambiente. Un moridero de negros donde no hay más que piguas, jardeadores, ordeñadores y cuatreros. Un moridero de indios haraganes y perniciosos que responden más a un apodo que a su nombre de pila. Un moridero donde la zoofilia es endémica en sus varones jóvenes e incluso en uno que otro casado; un peladero donde lo único fértil son sus mujeres, las cuales mientras destetan un mulato están dando a luz al siguiente bastardo de su descendencia. Un maldito moridero corrompido por las put*s y por la hechicería” —gritaba el padre Adolfo Castralli durante su audición ante La Prefectura de Causas Contra la Moral, la Fe y el Dogma de la Iglesia Católica con una convicción que se escapaba por la brillantez de sus ojos, entre los barrotes de su recámara reclusoria en el sanatorio de Nuestra Señora de Santa Bárbara.

Un viernes de enero por la tarde llegaba Santiago Elías a Los Hornitos de San Marcos. Arribaba proveniente de la Arquidiócesis de Nuestra Señora de Los Remedios, después de siete horas de viaje, cubierto del polvillo amarillento de la carretera destapada que se filtraba por los topes de caucho de las ventanas del bus, harto de los balidos, graznidos y cacareos que durante el trayecto competían con el chirrido de los tornillos y muelles flojos del vehículo, los cuales se intensificaban dependiendo del tamaño del hueco que no lograba evadir la pericia del conductor. Se bajó de un bus destartalado repleto de toda suerte de viajeros y equipajes, con el recuerdo fresco de aquellas palabras que ni en el lecho de muerte olvidaría:

—“un maldito moridero de pobres”, hijuep*, a dónde carajos habré llegado —pensaba, mientras la polvareda provocada por el arrastre inercial del viento, cuando el camión frenaba, le daba otro baño del reseco polvo. Con una mano se desabotonó la camisa para cubrirse el rostro y con la otra intentaba despejar el ambiente que lo ahogaba. Esperó a que el polvorín se sentara, tomando su equipaje miró alrededor girando la cabeza hasta donde el axis le permitía. El sol iluminaba todo a través de la limpidez del cielo, un paisaje estático de cadavéricos hierbajos quemados por la radiación, un calor penetrante que hacía escarbar a las gallinas para encontrar una capa de tierra fresca en la cual revolcarse y cinco casuchas de bahareque sostenidas por maderos era el panorama predominante. Cruzó la carretera hasta llegar a una enramada de palma de vino circundante al perímetro de una caseta de tablas con un letrero rojo que decía: LA TANGA, en ella, Eloína; una zamba robusta, con zarcillos de carey muy particulares en sus orejas, cinco dientes plateados y pelo cano, largo y ensortijado, lo auscultaba con su profunda mirada, cómo preguntándose, ¿quién será este hijuep*?

—Buenas tardes.

—Buenas, doctor —respondió ella, dejándose llevar por la apariencia de su vestimenta, propia de personajes ilustres que de tanto en tanto llegaban de Valledupar.

—Presbítero —corrigió—. No crea usted que solo el médico y el abogado visten de paño.

—¿Presbi qué?

—Presbítero, sacerdote, cura, para que me entienda —expresó un poco exacerbado, quizás más por el calor y fatiga del viaje que por sus deseos.

—¡Ah! Usted es el curita nuevo, pero… y la sotana. ¿Acaso los curas no usan sotana?

—Si señora, pero un niño me vomitó encima durante el viaje y tuve que cambiarme de ropas. Me podría indicar el camino para llegar a la casa parroquial, por favor.

—Cómase algo, deje la prisa. De beber solo tengo chicha de arroz y galleta asada, panocha, kekis y almojábana. Las mejores del pueblo. De una vez le digo —advirtió— no coma de las de la comadre Ondina Piedra, es mi sacramento y todo, pero es muy puerca. Coja esta chicha y esta panocha que son de hoy, se le ve que no ha comido en el día —finalizó.

Acertaba. Desde la noche anterior a su llegada Santiago no probaba bocado y a decir verdad la palidez de su cara y la pelea de gatos que traía en el estómago delataba su hambre. Luego de haber comido volvió a solicitar las indicaciones para llegar a la casa cural.

—Mire, tome esta calle derecho, en la esquina de Alza la Pata, dobla a la izquierda, baja dos cuadras, luego en El Foquito Azul dobla a la derecha y seguido está una esquina de color blanco. Bueno, es allí.

Santiago se levantó del taburete en el que estaba disponiéndose a tomar camino cuando la señora carraspeó.

—Son cuatro pesos —expresó.

—¡Pero mi señora! ¿Cuatro pesos? No era una cortesía —ripostó.

—¿La chicha y la panocha? Sí. Le estoy cobrando por la información.

—¡Ah! ¡Qué tal esta señora! —Pensó mientras miraba desconcertado la prominente verruga que se asomaba del pináculo de su nariz.

—¿No tiene cómo pagar? Tranquilo, yo le abro un vale y a fin de mes me cancela. Cuál es su nombre —le decía a la vez que abría un cuaderno donde apuntaba los créditos que usualmente le hacían los vaqueros que pasaban por allí y que ella denominaba, “El Libro del Olvido”.

—Vieja astuta, mi nombre por un bocado, claro, como no me presenté. Definitivamente el diablo sabe más por viejo que por diablo —se dijo.

—Santiago Elías, juez de La Prefectura de Causas Contra la Moral, la Fe y el Dogma de la Iglesia Católica— respondió.

—Eloína Fragozo, para servirle, mamá de los cuatro hijuep*s más grandes y de las cinco más put*s de acá. Soy la mujer del vientre maldito.

—¿A dónde carajos me metí? —Se seguía preguntando Santiago, mientras caminaba zigzagueando los huecos de las calles en medio de una soledad donde ni los perros callejeros se inmutaban a su paso.

Después de quince o veinte minutos llegó a un caserón blanco de dos aguas, techo metálico que se apreciaba marrón del óxido, seis ventanas grandes de madera y barrotes de hierro, una puerta de dos hojas con un candado negro puesto en las aldabas de cada una. Tocó infructuosamente, no había nadie en la otrora residencia de las Hermanas Carmelitas, la cual llevaba clausurada aproximadamente un año debido al sonoro escándalo de amoríos entre una monja del claustro y el sacerdote de ese momento, Adolfo Castralli; los que se comprobaron por el embarazo de seis de las doce sores del convento —aunque solo de uno era responsable— obligando a la licencia indefinida de sus ministerios, así como al cierre indefinido del lugar.

Después de forzar el candado desplegó las hojas de la puerta y entró, vio en la sala un tinajero completo, un mueble adornado con un radio de transistores, un atril con una biblia abierta, tres asientos de cuero de chivo y tres mecedoras de mimbre. A su derecha una cortina daba paso a un amplio dormitorio donde se veían dieciocho camarotes perfectamente tendidos, uno enfrente del otro y debajo, sendas bacinillas de peltre. El techo parecía ser sostenido por una densa telaraña más que por las doce alfajías de madera que soportaban las oxidadas láminas que por pequeñísimos huecos daban paso a minúsculos haces de luz iluminando tenuemente la recámara.

Saliendo por la misma cortina y contigua a la sala, había otro aposento, este, sí con su respectiva puerta; era el dormitorio del cura, el cual tenía un vestíbulo amoblado que servía de oficina, separados solamente por una mampara de madera aglomerada a media altura. Al patio se accedía también por la misma sala, a través de otra puerta; era grande y cercado con alambre de púas, tenía una enramada de palma amarga donde estaba una cocineta de leña, una troja que servía de lavadero, un platero de metal y un comedor de madera con veinticinco asientos. Enseguida había un cuarto de bahareque que servía como alacena y al lado de este un horno de barro, al frente se levantaba un aljibe alimentado con agua lluvia, recogidas por canaletas provenientes de la techumbre de la casa y delante de la alberca estaba el baño; dos piezas a modo de cuartos con letrina y lavado.

En el centro del patio estaban dos bateas de cemento donde se lavaban las ropas; las aguas que escurrían de ellas corrían por un sistema de canales en la tierra, que llegaban a cada uno de los treinta y cinco árboles frutales, de donde se ataban alambres dulces y cables para secar al sol las túnicas, uniformes, sábanas y demás similares recién lavados. También había sembrados de yuca y plátano; una porqueriza, un gallinero y una huerta a los que le crecía una maleza llamada pajón.

Santiago se sintió ahogado en el bochorno después de dar un pequeño paseo por la casona, sus ropas estaban húmedas de sudor y el calor encerrado en la cúpula que se formaba entre la pendiente del techo y las paredes de la casa le tostaba el rostro. Decidió entonces tomar un asiento y recostarlo afuera, debajo de un frondoso maíz tostao, frente al campanario de la iglesia donde apreciaba a la parroquia en el centro geométrico de la plaza y las catorce viviendas que enmarcaban el recuadro de ella, ocupadas por las familias más prestantes y distinguidas del poblado: Gutiérrez de Piñérez, Villalobos, Córdoba, Bandera, Mier, Wadnipar y Lessing; todas ganaderas, emparentadas entre sí y dueñas de extensísimas tierras donde además se cultivaban arroz, mijo, sorgo y algodón.

Allí sentado, meditabundo, continuaba pensando en el destino que lo llevó a los confines en los que estaba y de vez en cuando levantaba la mirada viendo en medio del sopor como a lo lejos se desprendían del suelo lenguas vaporosas del calor.

—¿A dónde he llegado? —se preguntaba una y otra vez mientras hacía círculos con la punta de sus zapatos en el suelo. De repente dos cerdos doblaron por la esquina de la casa parroquial dando chillidos perseguidos por una jauría de perros fieros, la cual les dio caza delante de sus piernas tumbándolo del taburete. Un par de fetos humanos con los torsos rasgados y las extremidades a medio desprenderse cayeron exactamente a los pies de Santiago, soltándose de entre el hocico de los cerdos cuando le daban de mordiscos en sus patas. La docena de perros hambrientos devoró en un santiamén los cuerpos; entre ellos peleaban las partes que despresaban y uno que otro huía con restos de los despojos en la boca. Quedó de una sola pieza, estupefacto e impávido ante el horroroso cuadro que acababa de presenciar.

—¡Dios santo! ¡Qué es esto! —exclamó, levantándose del piso a la vez que sacudía su pantalón.

Gotas frías empezaron a correr por sus sienes cuando un grito de buenas tardes lo sacó de aquel trance. Lo saludaba Siurland, como se hacía llamar un empírico homeópata vecino de la casa evocando la castellanización del anglicanismo Switzerland, Suiza, de donde era Paracelso, afamado alquimista.

El botánico se acercó y dándole una palmada en el hombro empezó a contarle sin pasmo alguno la explicación a lo que acababa de presenciar.

—Ayer La Menina, una put* de Alza la Pata, abortó unos gemelos después de beber el té de raíz amarga que les hace tomar El Obispo a quienes se dejan preñar. Los cabrones de por acá no comen put*s piponas —remató.

—¿El obispo hizo eso? —preguntó algo descompuesto Santiago.

—Claro, él no deja que sus put*s se embaracen, pues pierde clientela. Put* encinta, aborta o se va.

—¿Pero monseñor es el responsable de esta atrocidad? ¿Tiene el obispo un burdel acá? —volvió a preguntar Santiago.

Siurland comprendió entonces que hablaban de dos personas diferentes.

—Monseñor no. Su santidad por acá no asoma las narices ni para la procesión de San Marcos Evangelista desde que el padre Adolfo Castralli se comió a todas las carmelitas. De vaina no preñó a la Madre Superiora porque estaba menopáusica —dijo en medio de una risa socarrona—, me refiero al dueño de los dos puti*deros del pueblo, que le dicen El Obispo; ese miserable las obliga a tomar una infusión cada tres meses por si alguna está preñada, aborte, luego lo hacen, sepulta los fetos en el traspatio del lupanar ese. Los marranos que andan hozando por todo lado desentierran las criaturas, cuando los perros hambrientos huelen la inmundicia desprendida de los cuerpos se les acercan para arrebatárselos, ocasionando, por lo general, la estampida que acaba de ver, aunque muchas veces quedan algunos pedazos tirados en la mitad de la calle. ¡Qué espectáculo, qué espectáculo! —Exclamaba Siurland levantando las manos al cielo como quien clama intervención divina— claro, —prosiguió— como El Obispo es hermano del alcalde y los policías sus mejores clientes, no pasa nada.

Santiago quedó atónito ante tal explicación, la mirada se le perdía en la de su interlocutor y su silencio acentuaba la perplejidad de su rostro, no pestañeaba, su respiración era lenta y profunda.

¿Qué es todo esto? ¿A dónde he llegado? ¿En dónde me metí? Volvía a preguntarse por enésima vez mientras callado y sin despedirse daba media vuelta, tomaba el asiento en las manos y se adentraba a la casa.

Trancó la puerta, entró al cuarto y cayendo tumbado al catre con los ojos abiertos mirando al techo, recordaba aquel espantoso cuadro de los perros masticando los restos de los fetos entrelazándose con cada una de las palabras del padre Adolfo Castralli el día de la audiencia: Un moridero de pobres… Y las de la vieja Eloína a su llegada: mamá de los cuatro más hijuepu*s…

Las seis de la tarde llegaban con la furia del enjambre de mosquitos filtrados por las ventanas que Santiago olvidó cerrar después del recorrido hecho a la casa cuando llegó. La bravura del ataque, lo sacaron del ensimismamiento en el que se encontraba aún, la ponzoña de los insectos lo hacía buscar refugio entre las fundas del camastro. Esa noche hizo un soliloquio de palmadas en su cuerpo porque la plaga de zancudos no le dio tregua, las agujas de sus trompas atravesaban las roídas sábanas blancas con las que se cubría. La noche se le hizo eterna como los días de hambre en el monasterio durante los ayunos impuestos como penitencias para purgar hasta los pecados cometidos en vidas anteriores.

1 estrella2 estrellas3 estrellas4 estrellas5 estrellas (Ninguna valoración todavía)
Cargando...

1 comentario en «La llegada»

Déjanos tu comentario