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LA NARIZ DEL LIBERTADOR

José Omar Parodi García

Simón Bolívar había quedado solo otra vez en el parque. Se erguía sobre un pilar cilíndrico, de dos metros de altura, rodeado por cuatro escalinatas que correspondían con los puntos cardinales.  El parque estaba abandonado a la buena de Dios, y sólo se sentía de vez en cuando el aleteo de un búho que vivía en el reloj de la iglesia.  Ese día que terminaba había hecho un intenso sol, y se mantendría el calor hasta el amanecer. Ahora la madrugada transcurría lúgubre y pegajosa, y el búho ya no revoloteaba por allí.  Bolívar esta vez no tenía testigos. 

Luís de Jesús Padilla era uno de esos jóvenes universitarios que en las vacaciones consumía más alcohol que libros en épocas de exámenes.  Esa noche también se había embriagado, después de saber que no podía ir el otro semestre a seguir estudiando por falta de plata. Se había quedado solo en una de las avenidas de la municipalidad. La botella estaba por la mitad y Luís de Jesús después de cada trago, la miraba y la agitaba pensando que pronto se iba a acabar.  Cuando observó su reloj, se dio cuenta que estaba parado y decidió ir hasta el parque a mirar la hora en la torre de la iglesia.  La borrachera era de esas temblorosas y caminaba como una hoja seca en plena borrasca. Cuando llegó al parque vio cómo resplandecía ese cuerpo pétreo y blanquecino, recién pintado, debido a la conmemoración del día de la independencia.  Se detuvo a observarlo y pensaba en una de sus grandes frustraciones; no haber visto nunca a un fantasma y recordaba, además, aquel pasaje fatídico de la historia de este país.  Un sabor a venganza le quedó en la garganta después del trago y Luís de Jesús miraba a Bolívar como debió haberlo observarlo su antepasado, cuando caminaba altivo hacia el patíbulo.

Quedó paralizado durante unos minutos y sus lágrimas se derramaban como si los recuerdos de su última estancia en la universidad fueran agua del mar entre las manos.  Cuando volvió en sí, ya no veía de la rasca, solo aquella imagen fantasmagórica, que lo miraba hacia donde él se movía.  La venganza que había fraguado durante la borrachera, la concretó en sus sueños en la banca del parque y después de despertar decidió llevarla a cabo.

La botella aún tenía licor y la había dejado como a un bebé dormido en una mata del jardín del parque.  La tomó y se tragó un sorbo a pico de botella, luego comenzó a mirar a Bolívar parlando una jerigonza de embriaguez, haciendo gestos con la mano izquierda como si reclamara algo, con la otra mano sostenía el recipiente con un poco de ron y la discusión terminó cuando le lanzó la botella al general, con una contundencia y puntería, que envidiaría cualquier lancero de aquellas épocas, propinándole un golpe en la cara, dejándolo como la esfinge de Gizeh.  Al día siguiente del atentado, el jardinero del parque recogía las hojas secas, cuando vio los vidrios esparcidos en las escaleras del pedestal miró a Bolívar dándose cuenta que no tenía nariz.  Pasó el resto de la mañana buscando en cada rincón del parque la vergüenza olfativa del general, sin contar con suerte, ni imaginar siquiera los móviles de ese extraño incidente. 

Cuando se enteró el alcalde del agravio contra Bolívar, decidió analizar los detalles del hecho, para después en un discurso enmarañado en la misma plaza, prometer un Bolívar nuevo.  La herencia étnica del dirigente municipal, lo había vuelto un hombre racista y amargado, muy prevenido con las personas de piel blanca, muchos más, después de haber leído la historia del Ku Klux Klan.  Esa nueva efigie del libertador sería de un color diferente al original y ahora estaría en medio de la plazoleta, como un trozo de carbón mineral que a distancia no se le notaría la forma que caracteriza a los Bolívares que conocemos: un pie adelante como posando para una fotografía.  

El viejo Bolívar ahora permanecía desnarigado, de espaldas a su lugar original, en una de las casas de la plaza, adornando el patio de un gallero y sobre sus hombros la huella indeleble de la mierda de gallina.  A unas decenas de kilómetros de allí, muy cerca al mar y otra vez en la madrugada, el victimario del general, entregaba como ofrenda a la estatua del almirante, la nariz del Libertador.

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3 comentarios en «La nariz del Libertador»

  1. Buenísimo el relato. Con relación al tema, en Pasto, existe un movimiento antibolivariano fuerte, en las paredes de la ciudad se alude al libertador en términos como asesino. Un episodio de la historia, la navidad negra, no se perdona y se recuerda con mucha inquina. Mi criterio, muy personal, aludiendo a Marti, en un ensayo «Tres Héroes» afirma sobre los héroes, que, mas es el bien que han hicieron al liberar la patria grande que se les debe perdonar sus errores.

    1. Viejo Henry. Ha lugar sus apreciaciones, los textos dejan de ser de quien los escribe cuando va a parar en manos de quien lo lee, creo que parafraseo a un gran escritor que ahora no preciso. En ese sentido, desde su origen el cuento es pura ficción y por el otro lado de acuerdo a Barthes, en el texto quien habla no es quien escribe.

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