Miedo
El mundo empezó a dar vueltas y él aprovechó para requisar mis bolsillos. Encontró mi celular y una billetera vacía, la que arrojó al suelo. Enseguida conocí su voz de loco.
El mundo empezó a dar vueltas y él aprovechó para requisar mis bolsillos. Encontró mi celular y una billetera vacía, la que arrojó al suelo. Enseguida conocí su voz de loco.
Desperté en el hospital; era una masa que reconocí mía, pero mi mente no estaba allí. Sentí pánico; miré las vendas, pero no hubo dolor… sólo vacío.
Despertó sin reconocer la forma de la habitación. Las paredes parecían más altas de lo habitual, como si quisieran cerrarse sobre él. El aire se espesaba con cada respiración y el silencio, lejos de traer calma, retumbaba con una insistencia que lastimaba los oídos.
Diecisiete años después, el día que Abdón se graduaba
de la escuela secundaria, a Juan los nervios y la incomodidad
de la silla en la que estaba, le hicieron recordar el
día del nacimiento de su hijo, solo que los nervios de ese
momento tenían otra razón.
Ella me observó con un gesto de sorpresa y desconfianza. No era el mismo rostro de antes: había líneas nuevas en la frente, ojeras más hondas y una sombra que no se debía solo a la luz.
Espérame, Luis, allá voy yo también. Espérame, que me tomo el último trago; está tan bueno que aún no me la quiero poner en la cabeza y dispararme. Espérame, que para ir a buscarte quiero tomar el último trago.
Recuerdo que tenía unos siete u ocho años cuando sucedió. Mientras examinaba el azul del cielo, vi algo que venía cayendo a una velocidad asombrosa.
Una cinta amarilla encerraba, como la caja de un regalo, todo lo importante, todo lo inviolable, todo lo que quedaba de un amor infructuoso.
En el mundo de los hombres, las voces comenzaron a apagarse. Ya no había bullicio en las plazas, ni saludos en los ascensores. Los médicos no daban la mano, los docentes no miraban a los ojos, los bancos no tenían cajeros humanos.
Yo aún estaba con vida, y me llevaron hacia su ranchería, allí mismo, en las orillas. Cómo deseaba que amaneciera para convertirme en piedra y que así no pudieran hacerme nada. Luego, llena de terror, me di cuenta de lo que en realidad pasaba con nosotras: colgaban nuestros cráneos en las puertas de los corrales del ganado o en los árboles frutales…